Cuando un lugar queda marcado por la huella y los recuerdos de innumerables civilizaciones, por el esfuerzo y la lealtad de sus moradores y por la adaptación y la transformación de sus lluvias, sus mares y sus soles, el desenlace sólo puede ser un paisaje irrepetible. Así es Elche, un remanso de palmeras, de piedra, de arena y de vidrio; un compendio de vanguardias, de riberas, de cimientos y de huertos.Todo aquel que aquí reside o que hasta aquí sus pies conducen acaba seducidos por sus templos, sus jardines, su palacio, sus puentes y sus playas. Pero, además, cada uno acaba encontrando en este paraje sus propios rincones, sus horizontes y sus madrigueras. Por sus diáfanas avenidas, sus recónditos callejones y sus angostas sendas; sobre el rugoso asfalto, bajo las livianas tejas o entre las leñosas plantas, caminan desde hace milenios personas y culturas de todas las épocas y condiciones, capaces de moldear sus contornos y satisfechos de conservarlos en la memoria. Texto: Félix Arias